Eh, usted”, dijo uno de los hombres al que los presos encapuchados no podían ver. Y al decirlo pateó la pierna de Julio R. advirtiéndole que era el destinatario del mensaje. “Ahora lo van a llevar al baño, se va a duchar y afeitar; le van a dar ropa limpia y deberá estar atento porque será trasladado. ¿Entendió?”.
Julio R. apretó las mandíbulas, su garganta involuntariamente contrajo los pliegues vocales. Apenas balbuceó: “Sí, señor”.
Julio R. presentía que le esperaba el destino de muchos desaparecidos de su pueblo: aparecer públicamente frente a los medios de comunicación, pero muertos.
Señora, su hijo está sancionado. No lo podrá visitar”, dijo el oficial encargado de recibir a los familiares, que cada 45 días intentaban ver a los detenidos en la cárcel de Rawson.
“Pero vengo desde muy lejos, señor. Recorrí más de 1.000 kilómetros. Nadie me avisó que no podría ver a Pedro”.
“Es que cometió una falta ayer, según me informaron desde la Dirección, y así son las reglas: si un interno está sancionado los encuentros con los familiares se suspenden”.
Sofía inspiró hondamente y suspiró de la misma forma.
© Pablo Bohoslavsky, 2022