Cierta fortuna

Pablo Bohoslavsky

Eh, usted”, dijo uno de los hombres al que los presos encapuchados no podían ver. Y al decirlo pateó la pierna de Julio R. advirtiéndole que era el destinatario del mensaje. “Ahora lo van a llevar al baño, se va a duchar y afeitar; le van a dar ropa limpia y deberá estar atento porque será trasladado. ¿Entendió?”.

Julio R. apretó las mandíbulas, su garganta involuntariamente contrajo los pliegues vocales. Apenas balbuceó: “Sí, señor”.

Julio R. presentía que le esperaba el destino de muchos desaparecidos de su pueblo: aparecer públicamente frente a los medios de comunicación, pero muertos.

El hombre invisible dirigió sus pasos en otra dirección. Ninguno de los secuestrados, que permanecían encadenados al piso o esposados en alguno de los camastros que había en la habitación, deseaba ser destinatario de esa invitación a la higiene que habían escuchado. Aunque estaban en el infierno, preferían seguir allí antes que emprender el camino de la muerte.

Los pasos del hombre retumbaban sobre el suelo de madera. Para algunos, los que lo sentían alejarse, el repiqueteo era un alivio. Para otros, en cambio, la cercanía de los pasos amenazaba con hacerles estallar el corazón.

El hombre invisible repitió el ritual otras tres veces: advirtiendo, pateando y ordenando a Rubén R., Agustín C. y Víctor B. lo mismo que a Julio R. Uno a uno, los cuatro fueron llevados a cumplir con el rito preparatorio que saciaría, aunque en proporciones infinitesimales, la sed de los dioses terrenales que pretendían salvar a la humanidad.

Era de noche cuando los subieron a una camioneta, atados a la espalda y vendados. Los lazarillos ayudaban a que no hubiera tropiezos o golpes. Los iban a matar pero no querían lastimarlos. Ni siquiera provocarles un rasguño.

La camioneta anduvo una hora. Luego otra. Daba vueltas como buscando un lugar adecuado. Finalmente el conductor detuvo la marcha. Los hombres invisibles guiaban a los hombres en  tinieblas.

Los cuatro notaron bajo sus pies un piso de piedras pequeñas y olieron el pasto recién cortado; era noviembre y la primavera estaba avanzada. Los pájaros trinaban, anticipando el día. Unos gorriones en las ramas bajas, los benteveos en las más altas, las corbatitas en vuelo rasante e invisible y los horneros, trabajadores sin fatiga, formaban el coro de aparente despedida. Julio R. conocía la geografía del lugar. Pensó: “Éste es el Parque de Mayo”.

A los cuatro los pararon hombro con hombro, hasta que el cuadrado quedó cerrado. Julio R., Rubén R., Agustín C. y Víctor B. creyeron que no tendrían otro amanecer. Se despidieron mentalmente unos, se arrepintieron otros, maldijeron todos. Ninguno pidió clemencia, ni siquiera cuando escucharon la orden de “ahora se ponen de rodillas”. Los pájaros parecían trinar más fuerte; Víctor B. recordó a Chéjov, repetido por su pequeño hermano, Andy, “los mirlos rugen en Rusia”, y concluyó: “Estos gorriones ordinarios lo hacen acá”.

Uno de los hombres invisibles dijo: “Señores, ahora cuenten hasta cien. Luego se sacan las vendas, se desatan y se van a sus casas. Al que denuncie dónde estuvo o vuelva a la política lo hacemos boleta”. Los cuatro oyeron abrirse y cerrarse las dos puertas de la camioneta. Sintieron también que los otros tres o cuatro subían a la caja. Alguien encendió el motor y el vehículo emprendió la marcha.

Julio R., Rubén R., Agustín C. y Víctor B. quedaron nuevamente paralizados. Antes, por el olor de la muerte cercana, y ahora por este desenlace. ¿Desenlace o celada? No atinaban siquiera a descubrirse los ojos o soltar las ataduras.

De pronto, oyeron el aullar de una sirena acercándose. Frenadas y otros hombres invisibles que corrieron hacia ellos. Órdenes, y una voz: “Ayuden a esos muchachos, parece que los iban a matar. Sáquenles las vendas y desátenlos. Que suban a nuestro vehículo”.

Era una F350 del Ejército Argentino. Cuando los cuatro recuperaron la vista, dolidos los ojos por la claridad de la mañana, notaron que los acompañaban jóvenes oficiales y suboficiales. Uno de los primeros aclaró: “Les salvamos la vida. Los iban a matar. Eran de las tres A; no los podemos seguir porque tenemos un solo vehículo”. Los cuatro asintieron, moviendo apenas sus cabezas, pero sin decir palabra.

A continuación las preguntas de rigor y las respuestas cuidadosas:

“¿Dónde estuvieron?”.

“No lo sabemos”, dijeron, aunque sabían que habían estado en dependencias del Quinto Cuerpo en Bahía Blanca, apenas a mil metros de donde los habían dejado.

“¿Los torturaron?”.

“No”, fue la respuesta, aunque los dolores del cuerpo y de la mente que los acompañarían durante años, estaban allí.

Finalmente llegaron a la Comandancia de esa dependencia militar. Cuando la F350 se detuvo los cuatro, invitados a descender, se encontraron frente a una parada militar: un general, coroneles, y oficiales de menor graduación, ordenados por rango, los miraban escrutándolos.

El general V. habló primero, dirigiéndose a los cuatro: “Señores, los hemos rescatado de un grupo que intentó matarlos. Deben agradecer a la patrulla de oficiales y suboficiales del Ejército Argentino que les salvó la vida. ¿Tienen documentos que los identifiquen?”.

“No, señor”, fue la respuesta de los cuatro.

“Les adelanto que permanecerán en estas dependencias hasta que se aclare la situación personal de cada uno, si tienen algún antecedente relacionado con la subversión o si han cometido delitos contra la propiedad o las personas. En caso afirmativo serán juzgados por un tribunal castrense y en caso negativo quedarán en libertad”.

Los cuatro volvieron a asentir levemente con la cabeza.

Preguntó V.: “¿Tienen familiares o amigos en Bahía Blanca?”.

Los cuatro contestaron, excitados y al unísono: “Sí, señor”.

“Entonces pueden hacer una llamada cada uno; avisen que están bien y que pueden venir a visitarlos. Eso sí, como les dije antes, sepan que pueden ser condenados si han andado en cosas raras. Buenos días”.

“Buenos días, muchas gracias”, coincidieron, sin proponérselo, los cuatro.

Cada uno hizo un esfuerzo por recordar el teléfono de alguien a quien no comprometería si lo llamaba, mientras Agustín C., reconfortado y con deseos de entusiasmar a los otros tres, dijo, curiosamente, unas palabras que sonaron como un canto de vida, como un futuro próximo y deseable: “Muchachos, estamos de suerte. Vamos a la cárcel”.

 
 

© Pablo Bohoslavsky, 2022