S eñora, su hijo está sancionado. No lo podrá visitar”, dijo el oficial encargado de recibir a los familiares, que cada 45 días intentaban ver a los detenidos en la cárcel de Rawson.
“Pero vengo desde muy lejos, señor. Recorrí más de 1.000 kilómetros. Nadie me avisó que no podría ver a Pedro”.
“Es que cometió una falta ayer, según me informaron desde la Dirección, y así son las reglas: si un interno está sancionado los encuentros con los familiares se suspenden”.
Sofía inspiró hondamente y suspiró de la misma forma.
“Ay, Dios mío”. Y se sentó frente al oficial penitenciario. Le habían contado de otros casos, pero era la primera vez que le tocaba a ella. Lo que sabía era que cuando los presos estaban por cumplir 45 días de la última visita recibida, algunos guardiacárceles provocaban una situación enojosa para, inmediatamente después, proceder a la sanción. Por pequeña que fuera la falta, y de manera automática, se interrumpía el contacto con los familiares.
En tales casos no se podía enviar o recibir correspondencia y la visita se suspendía durante un período que dependía de la gravedad de la falta. En el caso de Pedro B., por una semana, exactamente el tiempo del que disponía Sofía.
Pedro B. lo supo cuando el celador se paró frente a la puerta de su celda. Mejor dicho lo intuyó. Pero cayó en la trampa tendida como un primerizo y eso le daba más bronca, agravaba la impotencia.
Sabía que su madre ya estaba en viaje y que al día siguiente llegaría para verlo. Desde tiempo atrás que cuidaba su comportamiento, no entraba en provocaciones, no respondía de mala manera. Pero todo fue inútil.
“¿Qué hace interno?”.
“Estoy leyendo, señor celador”. Se puso de pie, dejó el libro sobre la mesada de granito, colocó sus manos a la espalda y quedó parado frente al guardiacárcel.
“Mire cómo está su cama, ¿No se dio cuenta de que está desarreglada?”.
“Es que estaba sentado sobre ella cuando usted llegó. No tengo otro lugar para hacerlo. No tenemos sillas, señor celador”.
“No se haga el vivo conmigo. Y no me mire así. Lo voy a sancionar”.
Pedro B. no podía creerlo. Estaba enfurecido al tiempo que advertía que iba camino al destino indeseado.
“No me puede hacer eso. Estoy esperando visita”.
“Lo hubiera pensado antes. Usted no me puede faltar el respeto”. El celador cerró violentamente la puerta de la celda de Pedro B., puso el candado y se dirigió, a paso firme, hasta la puerta del pabellón.
Desde allí, y a través de las rejas, avisó a la guardia externa y en voz alta, como para que los internos que estaban en el salón escucharan: “El interno Pedro B., del pabellón 3 y celda 18, está sancionado por mantener su lugar desarreglado y responder de mala manera al celador de guardia. Pido 7 días de reclusión en la celda. Informar al Jefe de Guardia y a la Dirección”.
Pedro B. también escuchó. “Pobre vieja, esto la va a hacer mierda”, pensó.
Pero Sofía no era de las que se daban por vencidas. En realidad ninguna de las madres que llegaban hasta Rawson se daba por derrotada con el primer golpe.
“¿Hasta cuándo estará sancionado mi hijo?”, preguntó.
“Por siete días a partir de ayer. Son dos faltas leves las que provocaron la reclusión en la celda”.
Ella no podía quedarse una semana más. Un pequeño hijo, Vladimir, a cuidado de una vecina, la esperaba. También la atención de venta de ropa a domicilio, que si bien no la obligaba a cumplir horario, le había enseñado que si no le ponía suficiente esfuerzo no sacaban para comer. Además ni soñar con gastar una semana adicional de alojamiento y comida en Rawson.
“¿Entonces no hay posibilidad de ver a mi hijo?”.
“No, señora. Así son las normas y están para ser cumplidas”.
“¿Siempre?”, interrogó Sofía, buscando una hendija reglamentaria.
“Siempre, y sin excepción”, contestó imperturbable y casi satisfecho el oficial. Agregó: “Por favor, si se retira le voy a agradecer. Me compromete y además hay varios familiares que están esperando para ser atendidos”.
“¿Y quién da las excepciones al régimen de visitas? Porque a veces las han dado”, aventuró Sofía con un disparo de destino incierto.
“Sí, pero sólo el jefe semanal de visitas puede hacerlo, señora”.
“Bueno, entonces no me voy de acá hasta que ese jefe me reciba. Supongo no me van a tirar de la silla ni tomarse el atrevimiento de levantarme. Soy una mujer mayor, por si no se dio cuenta”.
El oficial fue en busca del jefe de visitas y le explicó brevemente la situación. “La señora vino a ver a su hijo, Pedro B., pero como está sancionado no tiene autorización para gozar del privilegio. Le expliqué a ella pero está sentada impidiendo que siga con el proceso de recepción de familiares y dice que no se va a mover hasta que usted la reciba y escuche”.
“Otra vieja de mierda”, pensó el jefe de visitas. “Bueno, vamos”, dijo, y se dirigió al salón donde los familiares se identificaban, entregaban sus documentos y esperaban a ser llamados para pasar al locutorio. La cola era ya de unos cinco metros tras Sofía, que esperaba sentada en la silla, frente al escritorio del oficial responsable.
Habían pasado unos quince minutos y a los visitantes que esperaban se los advertía incómodos y molestos. El jefe de visitas pensó: “Lo único que falta. Que los familiares me hagan quilombo acá y luego salga en los diarios”.
Ocupó el lugar del oficial y se presentó ante Sofía. “Buenos días, señora. Soy el oficial responsable frente a los familiares de los internos que vienen a verlos ¿Puede acompañarme por favor?”. Quería sacarla del lugar para que los trámites de contacto siguieran y decirle privadamente a la señora lo que otros no debían escuchar.
Sofía se levantó con cierta dificultad. Mayor aún que la impuesta por la edad. El oficial caminó junto a ella, abrió una puerta, la invitó a pasar y luego a que se sentara.
“Lo siento mucho, señora, pero el reglamento para los delincuentes subversivos señala que no podrán tener visitas durante los períodos de sanción. Y su hijo está sancionado”.
“Por empezar mi hijo no es un delincuente, mucho menos un subversivo. Pero eso lo dejaré pasar. Yo sé que a veces provocan una situación para que los presos cometan faltas o directamente las inventan. De esa manera, como en este caso, impiden que los familiares puedan verlos. Además yo no me puedo quedar una semana más. Vendo ropa y con eso mantengo la familia. Tengo un hijo pequeño que me necesita”.
“Mire, señora. Lo lamento mucho, pero no es de mi incumbencia cómo se las arregla usted para vivir. Además, lo que usted dice de provocar la falta de los detenidos no me consta y si un interno comete una falta es sancionado. No hay otra forma de mantener el orden”.
“¿Usted tiene madre, señor?”.
“Sí, señora. ¿Por qué me lo pregunta?”.
“¿Se imagina cómo se sentiría ella si quisiera verlo a usted y se lo impidieran?”.
El jefe de visitas recordó cuántas veces fue a visitarlo su madre, mientras estudiaba en la academia del servicio penitenciario, y se volvía sin verlo porque él había sido sancionado. “Así se hará hombre”, le decían. Alguna vez divisó, desde la ventana de su cuarto, a su madre marcharse con la cabeza baja, luego de serle negada su vista. Y lloró cada vez. Amargamente. Ahora, en cambio, sonreía frente a esta mujer tenaz que lo apremiaba como el aguijón de un tábano.
“Pero antes yo debería estar preso y no es el caso. A diferencia de su hijo”.
Sofía insistió: “Pero puede ocurrir. Nadie está exento. Ni mi hijo o yo imaginamos que debería venir a visitarlo a una cárcel. Y ahora lo tengo que hacer. Además ni siquiera está enjuiciado”.
Agregó: “Hasta le puede pasar a usted con un hijo suyo. ¿Tiene hijos grandes, oficial?”.
Él se sintió caminando en tierras cenagosas. “Una mujer de 21 y un varón de 19”.
“Bueno, y si alguno de los dos fuera detenido, con o sin razón, ¿no querría llevarles afecto?”.
“Eso seguro. Pero acá yo no puedo. Si le permito a usted después los familiares que tengan presos sancionados me pedirán que les haga una excepción como la que usted pretende”.
Sofía apoyó las manos en el borde del escritorio y movió su cuerpo hacia delante. “Mire, yo no voy a poner un aviso. Ni siquiera se lo diré a mi hijo. Además no piense que se lo voy a agradecer. Más bien piense en su madre y en sus hijos. Una desgracia nos puede golpear en cualquier momento”. Luego calló y sostuvo, fijamente, con su mirada, la del jefe de visitas.
Pasaron treinta segundos, no más, en silencio. El jefe de visitas apoyó el codo de su brazo derecho sobre la mesa del escritorio y el mentón en la mano abierta. “Esta mujer algo de razón tiene, aunque su hijo sea un terrorista. Y la vida tiene tantas vueltas”, pensó.
Recordó al oficial Benítez, cuyo hijo estaba detenido por un delito que el padre juraba a quien quisiera escucharlo, y a quien no quisiera también, que no tenía nada que ver y que le habían armado una causa judicial para joderlo.
Benítez viajaba cada dos meses a Sierra Chica para ver a su pibe condenado a cadena perpetua por la muerte de un policía. Sólo se le ocurrió: “La gran puta”.
“Está bien señora. Acompáñeme. Va a ver a su hijo. Pero ni una palabra. ¿Me entendió?”.
“Sí”.
Caminaron juntos hasta la oficina donde se la habían presentado. Puso su mano sobre el hombro de quien atendía a las visitas.
“Oficial, la señora está autorizada por mí para ver a su hijo. Hágala pasar. Hace rato que espera. Después yo firmo el memo”.
“Sí, sí señor. Por acá, señora, acompáñeme”. Al ponerse de pie dio el aviso por teléfono interno: “Que Pedro B., del pabellón 3 y celda 18, se prepare para visita”.
Se escuchó tronar, casi mascar bronca, a la guardia frente a la puerta del pabellón 3: “Interno Pedro B. prepárese para visita de familiar”. Pedro B. lo escuchó, pero pensó que se habían equivocado con el llamado. Recordó que incluso a veces los nominaban a unos por otros. “Para jodernos más”.
El celador abrió la puerta. “Vamos, muévase, no haga esperar”.
Pedro recorrió varios pasillos, con las manos atrás, mientras las puertas se abrían a su paso y cerraban tras él. Lo llevaban a paso vivo, tomándolo de un brazo, casi trotando. Él hubiera preferido ir corriendo.
Finalmente lo ubicaron en el salón de las visitas, el locutorio. Su madre, como todas las madres, padres, parejas, hijos, hermanos, tíos y primos estaba sentada del otro lado de un vidrio grueso que impedía el contacto físico. Una bocina permitía la comunicación, que era escuchada por los guardias parados detrás de unos y otros.
Sentaron a Pedro B. frente a su madre, que lo esperaba ansiosa, con el rostro pegado al vidrio y los brazos cruzados.
“¡Mamá, qué buena sorpresa! Pensé que no iba a poder verte porque justo me sancionaron ayer”.
“Ni me hables. Con el dolor que tengo por tu detención hubiera debido agregarle uno más por no verte. Así que insistí un poco”.
“¿Así de sencillo?”.
“Bueno, basta de preguntas. Mejor contame cómo estás”.
© Pablo Bohoslavsky, 2022